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Esther Ramón

De niña me encantaba viajar en coche, en el asiento de atrás. Allí acudían las mejores visiones, se rompían con la velocidad, y podía jugar a lo que más me gustaba.

El juego número 1 se jugaba en la ciudad. Consistía en concentrarse en una persona, animal o cosa de afuera, en sentir lo mismo que ellos. Con los animales, y sobre todo con las plantas y las piedras, el juego se hacía mucho más sutil, y entraba en la extraña e incomunicable sensación de estar siendo pensada o respirada.

El juego número 2 se jugaba en carretera, cuando aparecían los postes eléctricos. Al ver el primero, me situaba imaginariamente sobre él y empezaba a volar, dejándome rozar por las copas de los árboles, acariciando las hojas más altas. Al llegar al segundo, me deslizaba hacia abajo, adaptándome a su forma, y después bajo tierra, donde iniciaba el vuelo subterráneo, lleno de obstáculos –piedras, tierra, lombrices–, que sin embargo no frenaban la velocidad. Intentaba no respirar hasta llegar al siguiente, y allí otra vez emprendía el vuelo hacia arriba.

Ambos vuelos me gustaban, y me daba cuenta de que el uno se intensificaba con el otro.

Nunca fui más yo que cuando jugaba a no serlo. Nunca volé mejor que en lo poético.

Esther Ramón ha sido coordinadora de la revista Minerva, en el Círculo de Bella Artes de Madrid, y trabaja como profesora de escritura poética en la Fundación Centro de Poesía José Hierro, un lugar-milagro que considera su casa, y en muchos otros lugares, con la convicción de que su trabajo es de resistencia al adocenamiento y de diseminación de esa picadura benéfica que reactiva zonas que creíamos dormidas y que se llama poesía.

Ha publicado los poemarios Tundra (2002), Reses (Premio Ojo crítico en 2008), Grisú (2009), Sales (2011), Caza con hurones (2013), Desfrío (2014), Morada (2015) En flecha (2017).

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