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Be Gómez

Toda biografía es una invención. Pero es que la autobiografía, además, siempre tiene un algo de mascarada masturbatoria, cierto aire de autocomplacencia voraz y dulce, que nos pone al borde de un abismo en el que, a menudo esperamos, ahí al fondo, nosotros mismos.

Trataré, por tanto, de que esto no se convierta —o no sólo- en una orgía solitaria y se parezca más, sin embargo, a un cuarto propio -gracias, Woolf-, a un lugar seguro al que volver cuando vengan mal dadas y yo necesite —porque tarde o temprano no hay quien no necesite algo así- volver a un lugar que no me mienta nunca a cerca de quien soy yo y, sobre todo, a cerca de quien siempre he querido llegar a ser.

Mi cuarto propio tiene memoria, pero no tiene historia y lleva dentro el abrazo de mi amor, las manos de mis amigos y la arena que levantan las patas de mi perro en todas las playas por las que hemos corrido juntos. Dice Cesare Pavese que es bonito pasear junto a un perro, pues mientras camina olisquea y reconoce por nosotros las raíces, las madrigueras, los acantilados y las vidas ocultas; lo que multiplica en nosotros el placer del descubrimiento. Y dice también que ir por el campo sin un perro hubiese supuesto perder demasiado de la vida y de lo oculto de la tierra. Eso dice Pavese, y quién soy yo para llevarle la contraria.

Ese cuarto propio mío tiene una puerta pero también varias ventanas que abrir para que entre lo torcido, lo inadecuado, lo que incomoda, lo que insurrecta; tendrá sudor, saliva y piel y vivirá en las notas discordantes de los cuerpos disfóricos y distópicos con euforia y utopía; y todo aquello que, de un modo u otro, no va a ser nunca bienvenido será bien hallado en este cuarto.

Hay que decirlo: mi cuarto propio es del todo inapropiado. Es excesivo, imperfecto, amanerado, y lo custodian la tortilla de patata de mi abuela, el Hora 25 de mi padre y un solsticio de verano de esos que aún relucen en las casas con relumbrón vacacional que veranean infinitamente en los poemas de Jaime Gil de Biedma. No sé si lo he dicho, pero de mayor —además de una idea no escrita de Judith Butler y una canción de Los Punsetes-, quiero ser un verso desocupado de Jaime Gil de Biedma.

Este cuarto propio tiene las paredes empapeladas de humor idiota, de canciones tontas y de chistes que son cobijo seguro contra el dolor y la intemperie de la edad adulta y sus amaestrados y domésticos monstruos. Por eso adoro la adolescencia más quebradiza y más bestia y por eso trabajo con ella; porque es euforia y languidez, dolor y efervescencia a un tiempo y me conecta al yo que necesité entonces, para poder hacer algo con quienes lo necesiten ahora. Para poder acompañar con fuerza y con ternura a esas balas que ya proyectan desviadas direcciones: las que no encajan, los que no juegan al fútbol y las que quieren jugar, las del pelo raro y la lectura triste, los mariquitas miopes y las marimachos furibundas y quienes sienten que lo que sienten —belleza monstrua, cómo no amarla- no tiene un discurso que los salve. El humano piensa, dios ríe, como decía Kundera. Ríe y se divierte a nuestra costa. Quizá por eso mis alumnes piensan que soy dios —jamás se me ocurriría desmentirlo-, aunque en bachillerato empiezan a sospechar del asunto (se ve que ya tienen un pie en la zafia realidad, los muy adultos).

Todos los finales, mi primer libro, es el impulso con el que se abren todos los caminos posibles. Es el mapeo jakeado de un tránsito, una suerte de aleph de callejuelas y avenidas que explora la identidad y sus categorías como estados provisionales y la transformación como única forma de vida posible (¡Viva Heráclito!).

Y si mi «pequeña esfera tornasolada, de casi intolerable fulgor» adopta hoy la forma de balazo negro y amarillo, es porque Lorena tiene la pituitaria hecha a la pólvora que incendia los cuerpos en todas direcciones y la valentía y la generosidad suficiente para apretar el gatillo.

Si Todos los finales os laceran la piel, mi satisfacción crecerá en vuestra herida. Ojalá vengan muchos más y no queráis esquivarlos.

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