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Reseña de Sellada, de Esther Ramón, por Carlos Alcorta
Fiel a su querencia por los títulos contundentes, generalmente sintetizados en una sola palabra —si la memoria no me falla, solo dos rompen este criterio, Caza con hurones (2013) y En flecha (2015)— Esther Román (Madrid, 1970), ha titulado su nuevo libro con la palabra Sellada (otros títulos suyos son Tundra de 2002; Reses, de 2008; Grisú, de 2009; Sales, de 2011; Desfrío, de 2014 y Morada, de 2015)- poemario divido en dos secciones —«lo que duele» y «lo que sana»— precedidas de un «preludio» en el que la poeta nos ofrece algunas ideas sobre las que pivotan los poemas: «la pérdida, aunque sea de la memoria, siempre nos lleva hacia atrás […] todo final nos remite al inicio», escribe en un poema en el que parecen dialogar las pérdidas (el daño) con la esperanza (lo que sana).
Lo que duele, nos dice Esther Ramón, es el cuerpo, un cuerpo indefenso que debe soportar el frío de vivir («Desde aquí, desde el temblor, te hablo») no solo atmosférico, sino emocional y, también, la furia del ruido, la intransigencia de un lenguaje incapaz de arañar esas capas de significado que recubren al objeto, al ser que no logra reconocerse en ellas. El cuerpo encerrado en una «habitación sellada», el cuerpo contaminado por la enfermedad que observa al mundo desde una posición subyugada, inoperante («y por qué ese sonido, esa cesación de fuerzas, esa cuchilla mecánica, por qué está temblando la madera»). Estamos frente a una poesía eminentemente alusiva. La escritura de Esther Ramón no busca definir, acotar un determinado significado, por el contrario, en una pertinaz afinación de la voz poética, el despojamiento verbal ejecuta su propia danza, mide los pasos ya ensayados con una precisión solo achacable a quien pule la palabra hasta sacarla su brillo interior. De lo dicho se deduce que no resulta fácil adentrase en un discurso como este, fracturado y fragmentado. Julieta Valero, la autora del epílogo, escribe que «La orografía de Sellada es la de un campo lleno de limo, de arrastre del existir: pérdida y avance; desgarro que acaso obtenga devenir de ganancia. Conviven en sus poemas el “rostro borrado” de “lo que se engarza” y alcanza su unidad y el rastro de esas “telas in tejer”».
La segunda parte, «lo que sana», presenta, a nivel formal, una diferencia sustancial con la primera. Los poemas que la integran son más breves y han abandonado su carácter narrativo, aunque antinormativo, inclinándose ahora hacia una lírica menos abstracta. Sirva como ejemplo la descripción abismalmente distinta del proceso de tala: «No se borra la tala, / pero encima de / las heridas otra araña, la que no / matamos, la que / se posó con suavidad / en el alféizar, está / tejiendo otro bosque». El hilo que teje ese «tejido de la vida cotidiana» del que hablaba Lyotard, ese manto protector con palabras ha adquirido la fortaleza necesaria para no romperse con los vaivenes vitales, acaso porque «Lo que quemé / se dio la vuelta / y me contó la historia / sin tanta soledad / y sin palabras». Lo cierto es que, después de leer Sellada, uno tiene la sensación de que se ha perdido en algún recodo semántico, de que ha escogido, quizá, un camino equivocado para transitar por sus páginas, algo que se confirma además leyendo en el poema que cierra el volumen: «Este libro / se quema / y crece otro, / con la espora / de luz me lavo / el río, / en las ramas / del mar / ya brotan voces, / rendición del decir / que no se arranca». En cualquier caso, no cabe duda alguna de que nuestra poeta es fiel a sus postulados poéticos y no se deja llevar por adscripciones más o menos acomodaticias. Esther Ramón no teme el riesgo que supone la discrepancia o la falta de empatía aunque busca la colaboración del lector para construir el texto, (internarse en las posibilidades interpretativas de un texto determinado excede el objetivo de este comentario). Su escritura detesta la ganga, busca la veta que colme, al menos momentáneamente, todos sus anhelos.