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Reseña de «Los besos secos», de Rosario López, en La Línea de Fuego, por Carmen Campos
Los besos secos o el Madrid de los sueños rotos
Carmen Campos
Lucía es una chica cualquiera. Cualquiera de nosotras que un día decidió dejar su pueblo e irse a vivir a la capital para cumplir sus sueños. A Lucía le han roto el corazón, como a cualquiera de nosotras. La ha cagado con su novio. No trata todo lo bien que debería a su mejor amiga. Llama a su madre menos de lo que quisiera. Lucía tiene sueños truncados. Como cualquiera de nosotras.
De esto en habla Los besos secos (Editorial Bala Perdida) Rosario López. En poco más de 150 páginas, Rosario juega a ser poeta y narradora de lo cotidiano, de lo que a todas se nos pasa por la cabeza cuando ya no podemos más. Lo hace con Malasaña como telón de fondo, ese Madrid que es tan de las que desembarcamos aquí algún día con muchos sueños por cumplir y pocas cosas que perder.
A través de las páginas de Los besos secos nos sentamos en el Pepe Botella y sus sofás rojos, sus mesas de mármol y sus habitantes de paso que parece que nunca se han movido de allí. Su café, su camarero guiri y sus patatas fritas con un poco de pimentón. Paseamos bajo la lluvia hasta Banco de España, yendo por la calle Farmacia, pero sobre todo paseamos por Lucía, su protagonista. Aunque quizás sería más adecuado decir que recordamos por ella.
Lucía llegó a Madrid queriendo ser actriz. Como Paz Vega. Pero Lucía tiene un nombre corriente y no tiene contactos. Trabaja en cafeterías, en bares y donde puede. Los besos secos va más allá de los besos quedamos o que dejamos de dar. Se sitúa en ese punto en el que toda una generación nos hemos visto envuelta. El libro fluctúa entre los recuerdos de cuando todo iba bien, cuando éramos unas niñas en algún pueblo o ciudad de provincia, para llegar a ese otro punto en el que nos invade una sensación de fracaso y de inseguridad que las millennials conocemos muy bien.
El Día de Andalucía siempre lo celebrábamos antes del festivo en el colegio y mi madre trataba de estar ese día para hacer el chocolate y ponernos los molletes. No sé si estuvo siempre o solo pudo estar una vez que yo cogí y la guardé en el cajón de guardar cosas que nos abrigaron.
Yo tenía una bola del mundo y una bailarina en un joyero. Lo tengo aún: todo lo que me abrigó. Las cosas no se van de nosotros, aunque ya no nos den calor cerca. Los tesoros no dejan de existir pese a que no los encontremos, ni aunque los encontremos y no los encontremos ya más. Nos cansamos y nos marchamos nosotros. Abandonamos. Las cosas que valen no nos necesitan.
Rosario López enlaza pensamientos en cadena sobre la vida y sus etapas, pero también sobre la relación madre e hija, sobre la relación con las amigas y sobre la relación con una misma. Nos habla de miedos y de esos recuerdos que nunca se pierden aunque los olvidemos.