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«Ciudad rayada» y el estado actual de la novela en ZendaLibros
ZendaLibros publica un artículo de José Ángel Mañas sobre Ciudad rayada y el estado actual de la novela a partir del coloquio de presentación del libro, en el que intervinieron el autor, el catedrático de Lengua y crítico literario Germán Gullón, el sociólogo y director del documental Generación Kronen, moderados por la crítica literaria y directora de literocio, Maica Rivera.
¿Soy un bala perdida? Quién sabe”, dijo José Ángel Mañas al presentar la reedición, veinte años después, de su novela Ciudad rayada. Ofrecemos la charla que Mañas mantuvo este martes con Germán Gullón, Luis Mancha y Maica Rivera en el centro cultural La Corrala de Madrid.
—En cuestión de diez años, el mundo editorial ha sufrido los efectos de la crisis económica del 2008, la irrupción de Internet, el pirateo, la aparición del libro digital, y sobre todo, el auge de las redes sociales: los Facebook, Snapchat, Instagram, Whatsapp, que son unas competidoras feroces por el tiempo de ocio que necesita el libro. Eso por no hablar de las series y los videojuegos. Y el resultado ha sido como un auténtico tsunami.
El acto es una charla-coloquio en el centro cultural La Corrala con Germán Gullón, Luis Mancha y Maica Rivera, en torno al estado actual de la novela. Ello con motivo de la republicación de Ciudad rayada por Bala Perdida, una editorial madrileña nacida este mismo año, algo que ya de por sí es digno de resaltar: hay que ser muy valiente para lanzarse al mundo de la edición en un momento como el actual y la propia Lorena Carbajo, su editora, ha presentado su proyecto tildándolo de “kamikaze”. Estamos en Carlos Arniches, 3, arrimados a la plaza de Vara del Rey, y es una corrala como las de toda la vida pero restaurada y sede de un centro cultural asociado a la UAM. Hay un museo de artes y costumbres, con trajes típicos, con cabezudos como los que sacan a la calle por San Isidro, y tiene abajo una sala espectacular, amplia y moderna, que es donde nos hemos instalado.
—Digamos que si Vargas Llosa podía llegar a vender doscientos mil ejemplares hace veinte años, a lo mejor hoy vende veinte mil; y quien vendía veinte mil está vendiendo dos mil, que son tiradas ya cercanas a la poesía. Y ha habido dos tipos de reacciones. Por una parte, las grandes editoriales han tenido tendencia a apostar sobre seguro y concentrarse en los cuatro o cinco autores de siempre y sus blockbusters los potencian al máximo. Pero otras se han dicho: “Si estos dos autores que antes vendían diez mil cada uno ahora venden mil, pues vamos a publicar dieciocho autores más para seguir manteniendo nuestro nivel de cifras”, y han multiplicado sus publicaciones. A lo que se ha añadido una saturación salvaje de títulos, debida a la democratización de la edición con las facilidades que dan las nuevas tecnologías (hoy editar es más barato que nunca), con mucho título autoeditado y la proliferación de microeditoriales, algunas de las cuales están haciendo un trabajo estupendo. Y dentro de este caos editorial absoluto el problema, a mi entender, es la ausencia de críticos, entendido en el sentido más amplio y generoso de la palabra: gente que bucee en el maremágnum y nos ayude a detectar el valor literario; porque hay mucha basura, pero también joyitas que pasan desapercibidas.
—Yo lo que veo y lo que analizo en el documental Generación Kronen —dice Luis Mancha— es que en estos últimos años se han venido abajo las estructuras de legitimación del escritor. Poniéndolo en román paladino: uno puede ser un genio, pero eso no vale de nada si uno no es reconocido como un genio. Para que uno sea un genio necesita esas estructuras que lo digan, una autoridad que sea capaz de dictaminarlo. Y estas estructuras de legitimación yo entiendo que funcionaron, más o menos, hasta finales de los años noventa. Eran unas estructuras, en el caso del mercado editorial español, muy organizadas en torno al Grupo PRISA y su diario El País y el semanario Babelia. Para que uno fuera un buen escritor tenía que salir en Babelia, y el prestigio de cada autor se medía por el espacio que podía ocupar en este suplemento en concreto. Pero hoy este sistema ha dejado de funcionar y ha desaparecido o se ha desprestigiado mucho esa autoridad legitimadora, y ese es el vacío en el que vivimos.
—El problema de la crítica —precisa Gullón, quien, con chaqueta y camisa clara sin corbata, nos mira desde su extremo de la mesa— es un problema casi endémico en España. Porque no es una cosa de ahora ni mucho menos. Pensemos en Benito Pérez Galdós. El amigo manso, que es una obra absolutamente genial y posiblemente la más original que produjo, no tuvo, da vergüenza decirlo, ni una sola reseña. Nadie la reseñó. Y nadie hizo caso cuando publicó La desheredada, que es una de las tres mejores novelas europeas de su tiempo, con unas novedades técnicas alucinantes. Por ejemplo, Galdós en 1881 puso la segunda persona narrativa, ¡nuestro Galdós, el garbancero! Que luego, cuando la utilicen en el comienzo del siglo XX, vamos a decir: “¡Ah, qué novedad!”. La voz de la conciencia ya lo hace. Pero no había crítica para señalarlo. El único digno de ese nombre era Clarín, y la Pardo Bazán que era una señora listísima. Pero el resto… Y eso sigue pasando hoy en día.
Hoy, dice, cada editorial trabaja con cuatro escritores a los que cultiva y además van sacando primero unas ediciones cortas; luego enseguida más, corriendo, a ver si pueden poner una faja con “segunda edición”, “tercera edición”; parece que van perder el aliento. Pero son ediciones de mil ejemplares; no estamos hablando de tiradas de diez mil ejemplares ni cinco mil.
«La crítica ahora mismo tiene que ser aséptica y breve. Ya habréis visto que todas cada vez son más cortitas, con lo cual se parecen cada vez más a los textos de solapa de los libros»
—Son ediciones muy cortas porque quieren ir corriendo para ver si generan una especie de suflé de ventas. Pero sí que estoy de acuerdo en que no hay ya una crítica o un espacio de crítica con capacidad de influencia… Y tampoco hay críticos con la cultura de un Rafael Conte. Mirad, yo estaba con él en el ABC Cultural, que íbamos los martes a recoger los libros. Y tenía tal cantidad de lecturas… Conocía al dedillo la literatura francesa y la literatura inglesa… En Ínsula había escrito durante años y muchísimos le seguíamos. Devorábamos todas sus reseñas. Hoy en día el crítico lee más bien poco, creo yo, y los que se dedican a novelas españolas tienen otros problemas. A mí, de hecho, me han ofrecido muchas veces en Cultura hacer novela española, pero yo digo no, porque al día siguiente me van a echar. Si yo publicase críticas yo diría la verdad sobre ciertas novelas. Entonces, al día siguiente dirían los de Alfaguara: “Este que ha escrito esto sobre la novela de Marías, fuera de aquí, hay que quitarlo”. Porque a mí hay algunas de sus novelas que no me gustan, incluso no me parecen bien escritas. Y si dices eso en Babelia, te van a tirar por la ventana. La crítica ahora mismo tiene que ser aséptica y breve. Ya habréis visto que todas cada vez son más cortitas, con lo cual se parecen cada vez más a los textos de solapa de los libros. Y si te dan cuatrocientas palabras ¿qué puedes decir? Yo escribo setecientas en el Cultural de novela internacional. ¿Qué puedes decir en setecientas palabras? O sea, que incluso el formato ya no es propicio para que haya crítica. Por eso yo creo que tenemos que buscar nuevas avenidas y nuevos modelos.
—Y no solo de crítica —replica Luis Mancha—. Es evidente que desde los años noventa ha degenerado mucho el panorama literario. Se ha venido abajo todo el sistema de bolos, de conferencias en el Instituto Cervantes, etc. Eso estaba muy basado en el apoyo de los ayuntamientos y fomentado por el tema del boom inmobiliario. Yo me acuerdo, por ejemplo, que una vez siendo yo periodista cultural nos invitaron al premio Torre Vieja, y me dije: “Bueno, estos disparan con balas de oro”. Nos agasajaron con un Quijote ilustrado por Saura y cerraban espacios para nosotros en los restaurantes. Y en cuanto a los escritores, no olvidemos que lo más importante de profesionalizarte es el hecho de escribir en los medios de comunicación, bien sea como medio tertuliano, bien sea mediante columnas, etc. Se me ocurre ahora el ejemplo de Javier Puebla, que en cuanto fue finalista del Nadal empezó a recibir llamadas. Luis Magrinyà me dijo algo parecido. Alguno no tenía reparos en afirmarlo: “No, yo vivo de ser periodista”. Eso pasa también mucho en Francia. Una crítica que les hacía Bernard Lahire es que buena parte de ellos viven como periodistas. Y es una categoría peculiar, porque tú entras al mundo periodístico no como periodista sino como escritor.
—Yo precisamente escribí un libro sobre algunos de esos asuntos, que se llama Los mercaderes en el templo de la literatura, porque estaba incrédulo de lo que estaba viendo. Y creo que sigue igual que antes o peor todavía. Yo la primera vez que entré en Destino, la editorial para lo que trabajé muchos años, me metí en una habitación llena de manuscritos. Yo comenté: “Ah, estos son los que están esperando para lectura”. Yo era un inocente total. Decía: “Bueno, vamos a coger alguno”. Me respondían: “No, no los toques, que están todos muy ordenados”. Luego, volvía tres meses después y seguían allí. Volvías al año y seguían los mismos. Y crecía aquello poco a poco. Nadie los leía. Es lo que llaman los libros prescindibles. Cuando alguien manda un manuscrito a una editorial no lo lee nadie. Eso sucede en la mayoría de las grandes editoriales, donde los libros se compran de otra manera.
—¿Cómo?
—Vía agentes, por ejemplo. El caso es que en los noventa empezó a haber ese gran desbarajuste. Llegaban muchísimos libros a las editoriales y cada vez había menos personal para leerlos. El mercado editorial se vio desbordado. Y luego se daba la circunstancia de que los únicos que ganaban realmente eran los editores. Los autores, muy poco. Y en algún momento, de repente, la novela pasó a ser una novela de autores reconocidos y deseados por las editoriales y no por el público. Porque anteriormente todavía el éxito con el público tenía un valor. Pero de repente, no… El año que José Ángel quedó finalista del Nadal el premio lo gana Rosa Regás, que no vendió ni una cuarta parte de lo que él. ¿Por qué? Yo recuerdo entrar en una librería en Barcelona, esto debía ser en febrero o marzo, y una mujer le preguntaba a su hija: “¿Qué libro quieres que te regale?”. Ella decía: “Yo quiero Historias del Kronen”. “No, compra el de Rosa Regás”. Y yo casi le digo a la señora: “Deje a la cría que escoja lo que quiera”. Yo tengo mucho afecto a Rosa Regás, pero, claro, era una literatura aseada, muy corregida, mientras la de José Ángel era rompedora. Ese año el premio mostró el choque entre un tipo de novela que estaba a punto de desaparecer y la novela que estaba surgiendo, que tenía una novedad enorme y muy relacionada con la novela más vanguardista, en América, en Europa, mientras que la de Rosa era muy española y conservadora.
—Lo que está claro que ya en aquel año el premio de descubrimiento era el finalista. El premio Nadal fue durante muchos años el premio de descubrimiento de referencia del panorama español. Fue el premio con el que despegaron Carmen Laforet, Miguel Delibes, Carmen Martín Gaite, Sánchez Ferlosio, Ana María Matute, Álvaro Cunqueiro y un largo etcétera. Y cuando llegaron los noventa, el premio de descubrimiento era el finalista. Luego ha pasado una cosa, y es que a partir de los años dos mil el finalista del Nadal ha desaparecido, con lo cual el premio ha dejado de cumplir su función, por una serie de razones en las que no vamos a meternos ahora.
—Mejor no, efectivamente.
—Lo que sí me gustaría es retomar una idea que ya ha salido y con la que estamos muy de acuerdo los tres, y es que una obra refleja siempre, de una u otra manera, la época que la produce. A ese respecto me gusta mucho una cita de Percy Shelley, el poeta romántico (algo muy apropiado, porque ya sabéis que a Lorena Carbajo le gusta mucho el romanticismo y el eslogan de Bala Perdida es “Somos los románticos del siglo XXI”). En su obra Defensa de la poesía, del año 1821, Shelley decía que las obras de un artista revelan “menos su espíritu que el espíritu de una época”. Hay un poema de Hemingway también, que me gusta mucho y que dice algo parecido:
La época exigía que cantásemos
y nos cortó de un tajo la lengua.
La época exigía que fluyésemos
y nos enchufó el corcho a presión.
La época exigía que bailásemos
y nos embutió en pantalones de metal.
Y al final la época acabó recibiendo
la clase de mierda que estaba exigiendo…
Aquí la idea es más compleja, porque por una parte está el mandato de la época, y por otra los medios que pone a disposición de los artistas, pero vamos a quedarnos con que la época manda, y manda mucho. Y es cierto que cuando pienso en los noventa, me pregunto hoy cuál era el mandato al que yo obedecía. Porque en una época hay diferentes mandatos (ahí retomamos un poco el discurso sociológico de Mancha y también las ideas que expone Gullón en su prólogo a Ciudad rayada). Está claro que si yo me hubiese metido en la Escuela de Letras, que por aquella época cobraban un pastizal, porque era una de las puertas de acceso al mercado editorial… En el fondo el objetivo, como hicieron Marta Sanz o Belén Gopegui, era conocer a Constantino Bértolo, el editor de Debate. Era un acceso posible a la publicación e insisto que si yo hubiera estado con ellos por las noches, tomándome cañas y hablando de literatura, el tipo de libro que habría escrito sería otro.
—Muy lógico. Y si hubieses pasado por la facultad de Filología, sería también otro.
«El mundo literario excluía ese lenguaje y de repente aparecía en una editorial mainstream como Destino aquel lenguaje que venía de fuera: el lenguaje de la calle, juvenil, argótico o cheli, llamadlo como queráis»
—Por eso según venía hacia aquí, pensando en esta charla, yo me preguntaba cuál era el mandato al que yo obedecía. Y al final he llegado a la conclusión de que era un mandato generacional. Es decir, yo estaba con mis amigos, gente de mi edad como Antonio Domínguez Leiva, o Aitor Estalayo, o Catxo. Y es cierto que cuando nos reuníamos por las noches hablábamos de todo y sentíamos que teníamos delante algo que nos parecía que merecía la pena retratar. Pero quizás lo más interesante era el lenguaje, que era el lenguaje que nos rodeaba. Eso era: “Tronco, ponme un cubata”, “Hostias, menudo pibón está sentado enfrente, a ver si le entras” o “Joder, qué bajón tengo, voy al baño a ponerme un tiro”… Y eso parece que no, pero no estaba. El mundo literario excluía ese lenguaje y de repente aparecía en una editorial mainstream como Destino aquel lenguaje que venía de fuera: el lenguaje de la calle, juvenil, argótico o cheli, llamadlo como queráis. Y eso provocó una serie de tensiones tremendas en los años noventa que de alguna manera cambió el rumbo de las cosas porque empezó a abrir la puerta a un tipo de literatura que no se estaba haciendo hasta entonces.
—¿Te refieres a la Nueva Narrativa?
—Sí. La literatura anterior, lo que son los años ochenta, la Nueva Narrativa, era otra cosa. Ni mejor ni peor. Diferente. Y esa fue la gran tensión que provocó la irrupción de Kronen. De hecho, en mis primeras novelas yo seguí este mandato generacional. Y luego en algún momento quise probar que sabía escribir y, sin darme cuenta, empecé a escribir para el mundo literario. Fue una tontería absoluta y condenada al fracaso, porque a ellos no les interesaba yo ni a mí me interesaban ellos. También pasé a escribir una serie de novelas históricas, algo que tenía su sentido porque yo he estudiado Historia. Y la verdad es que ahora, reflexionando a bote pronto sobre ello, me pregunto también para quién escribía esas novelas. Hoy está muy de moda eso de “hacer país”, gracias al conflicto catalán, y efectivamente hay que concluir que lo hacía para el país, para cierto país. Las novelas históricas suelen escribirse, queriendo o no, para una comunidad nacional. Y lo gracioso es que últimamente estoy volviendo a mis orígenes, volviendo a tomar contacto con la realidad social madrileña y me empiezan a salir textos que a Germán Gullón le gustarán más que lo que he hecho últimamente. Estoy volviendo a ese punto de partida, que no es lo mismo que no haberse ido nunca. Uno puede no moverse pero yo, por lo que sea, he sentido la necesidad de dar la vuelta al mundo, metafóricamente hablando, antes de volver al punto de partida.
—Tú siempre dices que Ciudad rayada es la novela tuya que tuvo mejores reseñas. De hecho, hubo una que te hizo Rafael Conte, a quien hemos mencionado antes, en el ABC Cultural del mes de mayo del 98, en la que dice de Ciudad rayada: “Es un bloque verbal de primera magnitud… una verdadera creación lingüística tan poderosa como fascinante” donde “el lenguaje argótico y potente se eleva a unos niveles de creación artística desconocidos en esas letras”.
—Obviamente, Conte estaba borracho ese día. Llevaba cuatro güisquis cuando escribió eso. (Risas). Bromas aparte, es la reseña más elogiosa que me han hecho nunca. Para mí de las valoraciones positivas que se han hecho de mi obra hay tres que considero cruciales. Primero, que Umbral, que era una persona que vivía al 100% para la literatura, hablase bien de mí en su día tuvo un valor impagable para mí. Luego, la reseña que has leído de Conte. Y por último, dos textos que escribió Germán Gullón. El prólogo que le hizo a Historias del Kronen en la edición Clásicos Contemporáneos. Y una reseña fantástica que publicó en Ínsula y que se titulaba “La novela multimedia”. Esos tres espaldarazos fueron para mí importantísimos.
—Es que tú fuiste uno de los últimos autores de un sistema que producía autores. La diferencia, yo creo, es que ahora se apuesta por ciertos productos e importa más el título o el asunto que el nombre. De hecho, si os fijáis, la cantidad de multipremiados que ha habido siempre en España, a través de esa paraliteratura, de los bolos y las colaboraciones en prensa, de alguna forma el mundo literario lo que estaba diciendo es: “Nosotros queremos apostar por ti como escritor. Vamos a construir un nombre”. Ahora es muy complicado que haya un autor por quien se apueste. Ahora es muy complicado que surja un Vargas Llosa o un García Márquez. Por mucho que uno diga: “No, es que lo importante es que ellos son unos genios”, si no se dan unas estructuras que reconozcan y construyan ese genio, el genio no existe.
***
Antes de cerrar el acto, Maica Rivera me pregunta si me considero un bala perdida y me hace reflexionar un momento. Yo sé que para Lorena Carbajo un bala perdida es una persona independiente y original, y que lo connota 100% positivamente. Para mí sugiere más cosas. Para mí un bala perdida puede ser alguien que perdió la puntería vital, o bien porque nunca supo dónde estaba el norte o bien porque sufre de un gusto indecente por la aventura y la confusión y está inoculado contra el vértigo profesional y le ha perdido el miedo al ridículo, que es el miedo más ridículo de todos, supongo. En cualquiera de los casos, un bala perdida nunca será un buen maestro ni un buen padrino, pero en cambio será un compañero de baile y de juerga extraordinariamente divertido, una peonza alucinada y alucinante que alguien lanzó con demasiada fuerza, y un tipo que ronda por los peores abismos con valentía y elegancia. ¿Soy un bala perdida? Quién sabe.
Concluyo que el que Lorena haya decidido rodearse de un puñado de estos personajes para fundar una editorial es una osadía por su parte y un entretenimiento garantizado para el lector. Como autor, lo siento como un dudoso privilegio y sospecho que algo raro hice en mi otra vida para acabar siendo, en esta, un bala perdida de la literatura española. Ya decía Jim Morrison, y con razón, que de haber sabido lo que le esperaba se hubiera quedado en su casa cuidando tranquilamente el jardín…
Como lector, eso sí, me produce una alegría infinita constatar que ha nacido una editorial valiente y atrevida, que en unos tiempos tan convulsos como los que corren apuesta contra corriente —y todos sabemos lo poderosa que es la corriente editorial— por el riesgo artístico. Y ya no me queda sino desearte desde aquí buena suerte, Lorena. Estoy convencido de que con tu olfato y tu buen tino y mientras te mantengas leal a ti misma los balas perdidas se te pegarán como al imán de buena calidad que eres. ¡Adelante!
Sinopsis de Ciudad rayada, de José Ángel Mañas
Vuelven los noventa, vuelve Kronen. Bala Perdida edita una de las mejores novelas de José Ángel Mañas, en la que el eco de los años noventa llega hasta nuestros días con unos personajes maravillosamente construidos a través de un uso prodigioso del lenguaje. La realidad que debe ser contada, tal y como es, sin filtros. La vida rayada, la vida que está aunque no se quiera ver. Acompaña al texto un lúcido prólogo de Germán Gullón y un Kronenario.