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Reseña de «Los besos secos», de Rosario López, en Relibro, por Ana Doménech
Lucía es la voz de Los besos secos, una mujer sevillana que ahora vive en el barrio de las Maravillas, en Madrid, en un piso en el que hasta hace poco vivía con Alberto, que ahora ya es exnovio y extodo. Y esa voz de Lucía, fresca, poética, directa, ese monólogo que es desahogo y confesión marca el ritmo de Los besos secos.
Pero Lucía, sin Alberto, sin ese hombre que vamos descubriendo poco a poco, ese hombre egoísta, prepotente y encantado de haberse conocido, no está sola. Su madre, fuerte, decidida, lista como el hambre, está al otro lado del teléfono, a muchos kilómetros de ese barrio de Madrid donde Lucía sobrevive con un trabajo que no le gusta, sumando horas tras la barra de un bar cuando lo que quiere es ser actriz. Una madre siempre presente, referencia, fortaleza, una madre que sabe más de lo que dice. Y Marisa, la amiga, la escritora, la que opina y hiere a veces, pero no calla.
Los besos secos relata en primera persona una historia sencilla, la de una mujer que ni ha encontrado su sitio ni a la persona con quien compartirlo. Un trabajo precario, una jefa que finge una empatía que no siente y un exnovio que sí, que fue amor, que trae recuerdo de besos húmedos, pero que ahora se ha marchado dejando solo su guitarra.
El desamor, la amistad, la pertenencia… todo esto está en la novela de Rosario López, que mantiene el pulso de la voz de Lucía a golpe de frases que son como versos, con una forma de narrar que va arrastrando al lector desde la primera línea, que va mezclando pasado y presente, recuerdos, hechos y pensamientos que inundan la cabeza de Lucía. Con uno de ellos despedimos esta reseña: «Oír tu nombre en boca de otro es el primer nivel del amor. Alguien sube un paso en la escalera de tu esternón cuando te llama por tu nombre. Alguien se queda para siempre en ti cuando te llama por tu nombre en casa».